DIALOGOS CON (ANTE) LO INVISIBLE I por Iñaki Zapirain
Diálogos con ( ante ) lo invisible (1)
Cuando una semana de Marzo, la amenaza de lo lejano y ajeno se volvió cercano, propio, las miradas giraron ante una sombra invisible que todo lo inundaba.
Nuestras apacibles sillas se tambalearon; nuestros automáticos pasos se vieron bruscamente cesados.
Todas las miradas destinadas al afuera, se vieron incrustadas en el ámbito de lo inmediato. El aura de lo desconocido se agrandó hasta niveles inauditos.
El latido de la incertidumbre se tornó más pesado y contundente.
Un primer impulso emergió repentinamente. Un cerrar los ojos, un abrirlos para cerciorarse de que el oscuro espejo seguía ahí, de que la extraña nube continuaba ahí.
Ante los reiterados pestañeos, el cansancio de los párpados dio paso a la rendición. Estaba ahí, era real y durante un tiempo inescrutable iba a permanecer ahí.
Su presencia movilizó una conocida y temida vivencia. El miedo. Pero no cualquier miedo.
Uno que todo lo englobaba y todo lo amplificaba. Aparecía como una ola serpenteante, emergiendo de las profundidades del planeta de lo desconocido.
El miedo movilizó las huidas de toda una vida, de toda una especie. La humana.
Pero una voz distinta, tintineante pero firme y clara, susurró. “Mira”. Solo eso. Mira, “no dejes de mirar”.
Esa voz mostró una cascada de imágenes donde al cierre de los párpados, las sombras del destino se volvían gigantescas e inundaban los valles de terror.
Sólo algunos humanos escucharon ese susurro y comprendieron que SOLO cabía MIRAR. Al frente. Justo ahí adelante, precisamente donde se hallaba la nube. Justo ahí donde se hallaba el espejo humeante.
Mirar ahí y mirar adentro. Mirar ahí y mirar adentro.
Esos humanos creían en en el fondo, en una guerra de otro tipo. Humanos que amaban el conocimiento. Humanos que se resistían a disminuir los latidos de sus corazones.
Humanos que amaban la evolución. Humanos que aún se sentían niños abriendo los ojos y curiosos a todo. Un todo tan intimamente perceptible y tan olvidado.
Ante esa voz, ante esas imágenes, nacieron las primeras comprensiones.
Tal vez la propia realidad, aquello que llamamos así, sólo era el barniz de lo conocido.
Así, un fenómeno extraño e inusual aconteció. Un eclipse solar y lunar. Al fondo un eclipse de Dios.
Uno de aquellos hombres, un joven inquieto, cuya audición captó los rayos de lo sutil soñó un misterioso y extraño sueño. Visionó una ciudad desconocida. Un edificio se mostró en la cadena de imágenes. Un hombre salió al balcón de su casa. Respiró hondo. Miro la calle vacía, una y otra vez, intentando acostumbrase al espacio vacío.
Algo nimio llamó su atención. Junto al recipiente de las basuras, se hallaban apiladas unas cuantas sillas rotas.
Parecían tan sólidas en su estructura.
Y le recordó que también se le había roto la suya, la que más utilizaba. Aquel hombre mostró un agudo rictus de encogimiento.
Su realidad, cada realidad, todas las realidades se vieron alteradas.
Pocas veces lo propio y lo ajeno estuvo tan próximo.
Simplemente humanos. Especie.
En algún momento, las imágenes se desvanecieron. ¿ Realidad ?. ¿ irrealidad ?.
De nuevo los caminantes decidieron continuar en la búsqueda de los pasos perdidos.
Aquellos caminantes humanos que recorrían el Valle, hombres y mujeres, mujeres y hombres, se miraron a los ojos. Decidieron mirarse en los ojos del miedo. Sostuvieron un tiempo las miradas. La respiración, entrecortada al inicio, se tornó más tranquila.
Aprendieron juntos a sostener las miradas y todo lo que ello conllevaba.
Cuando al final del día, se retiraron a sus moradas al anochecer, sus corazones habían encontrado un pilar en el tiempo y el espacio. El abismo encontró una Liana de sujeción. Un otro, otra que solo con sostener la mirada, ejercía de misterioso imán sanador.
Las noches comenzaron a emitir un silbido extraño. En realidad era solo un matiz del silencio.
Aquellos caminantes, percibieron en la oscuridad de la noche, que ésta se había vuelto más silenciosa. Extrañamente silenciosa.
Al día siguiente, la excursión se topó con una extraña ruina. Un campo santo abandonado, viejo. Lápidas caídas generando extrañas formas geométricas llenas de epitafios y sabias frases.
Quedaron en silencio escrutando cada palabra, cada lápida, resonando visiones.
Al regreso, en silencio, comprendieron cuantos muertos olvidados, cuanta muerte olvidada.
Fue el eclipse de la propia muerte la que les dejó sin suelo en el río misterioso de la existencia. Sin pilares.
Se miraron. Dialogaron como nunca. Se encontraron como nunca, construyendo puentes de compresión.
Decidieron colocar algunas de las lápidas en los caminos más transitados. Eran guías en el sendero de la búsqueda.
El joven soñador, aquel día dejó posar sus pasos a la deriva hasta que se topó con una diminuta flor, un pequeño girasol al borde del camino. Se dejó conmover por aquella fragancia tan efímera, por aquella presencia tan diminuta y frágil. Se dejó conmover por su anhelo de luz, por su disposición natural y férrea.
Aquel joven imberbe, lloró desconsolado junto a aquella presencia. Se echó en posición fetal junto a su pequeño maestro de vida.
Navegó en el tiempo, dejándose atravesar por una majestuosa sensación de liviandad, vulnerabilidad, impermanencia.
La lápida, el misterioso epitafio, le mostró de nuevo el rostro de lo más temido y olvidado. El rostro de la dama oscura.
Extrañamente, se sintió más vivo que nunca. Extrañamente, aquel girasol resultó su íntimo amigo. Respiró cada segundo cual esencia pura, absorbiendo cada soplo como el elixir y manjar de la pura vida.
Sus conocidos y desconocidos muertos le mostraron con crudeza, el espejo de la luz en toda su dimensión hasta llegar a los latidos del amor. Amor hacía sí, amor hacia los amados.
Iñaki Zapirain